El ángel que toma mi mano
Siempre había soñado con estar en una playa como esta, como las que
salen en las películas de cine arte. Cuando veíamos una con Gustavo,
me decía: “nunca pasa nada en estas películas”. Claro, a él le gustan
esas con pura sangre y disparos.
Frente mío veo a una mujer con las tetas al aire. Son perfectas, casi redondas, la gravedad ejerce una justa presión sobre ellas. Su hijo pequeño se me acerca, está felizmente desnudo. Parece estar enamorado de mí, me mira y se le achinan sus ojos azules. El papá sale del mar como si lo estuvieran grabando para un comercial de perfumes. No es musculoso, pero tiene más cuerpo que Gustavo. Agarro mi libro y empiezo a leer. En mi novela una chica está secuestrada en su departamento por su recién nacido, no se siente capaz de salir con su bebé porque cree que alguien los va a matar. Lo cierro y por primera vez siento que mi presente es mejor que cualquier libro.
Me sumerjo en el mar mediterráneo. Entro en el agua como si estuviera a punto de entrar a un ritual. La calidez del agua hace que me sienta en casa, me abro paso en el mar aleteando como un cisne.
Al lado mío las cabezas de la familia forman un círculo perfecto, se dejan llevar por los movimientos del agua. ¿Cuál será mi forma? Una boya perdida en el mar. Pienso: si un tsunami nos arrasara ahora mismo nadie diría que soy lo mejor que le pasó en su vida. Tendría entonces que abrazar a alguno de esa familia con quien no tengo ningún recuerdo más que este.
La mamá se va hacia la orilla, ya no veo al mar como algo amistoso. Veo a Gustavo tendido sobre la toalla tomando el sol. Me acuesto al lado de él y le miro los lunares que sobresalen de su piel blanca. Le daría un beso a cada uno, pero lo voy a despertar y siempre me dice que no lo dejo dormir.
Meto mis pies en la arena, el sol quema lo suficiente para que me sienta en un lugar cálido y me de sueño. Siento un cosquilleo en la mano, es el niño europeo sonriendo, invitándome a jugar. El reflejo del sol en el fondo de su cara me hace verlo como un ángel. Qué ganas de tomarlo en mis brazos y quedarnos dormidos con los rayos del sol cuidándonos. En lugar de eso se queda pegado viéndome como si nunca hubiera visto una cara como la mía. La mamá le grita una variación italiana de Matías, pero el niño no le hace caso y ella viene a buscarlo. Pocas veces he visto un pie tan grande en una mujer. Me sonríe como pidiéndome disculpas, no sabe que su hijo, más que una molestia, es un salvador.
Mientras se lleva al niño dando pataditas en la arena, me quedo mirando el cielo. Pienso en las nubes que vienen y se van e intento darle la mano a Gustavo. Lo hago de manera suave para que no se exalte, para que no piense que se trata de un narcotraficante tratando de robarle ese carísimo reloj que compró en Barcelona. Imito el movimiento que hizo el niño conmigo, convierto mi mano en una pluma, pero apenas rozo la suya, pone su mano arriba de su pecho. Ese que parece intocable.
En este viaje volví a rezar.
Digo volví porque también lo hacía antes, cuando era una niña.
Me acuerdo de que en medio de la noche, cuando me despertaba y no había nadie, me ponía de rodillas ante mi cama y miraba a la virgen que estaba en la muralla. Cerraba los ojos, fuerte, y juntaba mis manos para que, por favor, alguien me amparara. Ahora hago lo mismo. Pongo una mano en mi pecho y miro al cielo. Siento el sol dentro de mí, miro hacia el lado y no veo a Gustavo. Nunca estuvo aquí.
Francisca M Pineida es periodista musical, colabora con Zancada haciendo videos literarios. Ha participado en diversos talleres literarios con Catalina Infante, Paulina Flores, Camila Fabbri, Diego Zúñiga, entre otros.
Fue invitada a participar en el Laboratorio de Creación Literaria Roberto Bolaño por el Ministerio de Cultura, impartido por Andrés Montero.