El culebrón
Doris llegó muy temprano al consultorio para no perder la hora del examen. Estaba ahí desde las siete y media de la mañana.
Era su último trimestre de embarazo y una sospecha de diabetes gestacional la tenía en esa sala de espera, en el box de toma de muestra de sangre. Jamás se vio en una situación así, una estrecha salita, repleta de personas murmurando, tosiendo, reclamado, llantos y risas de guaguas. Las voces se le venían como marejadas.
Decidió seguir los controles prenatales en el consultorio cercano a su casa, como se lo recomendó la obstetra de Santiago. Para Doris, vivir en el campo era una meta que tuvo durante mucho tiempo con su marido y las maravillas de un trabajo a distancia lo permitieron. Esa idea de árboles frutales, verdura orgánica, aire limpio y, por sobre todo, tranquilidad y silencio era una realidad.
—Tómese una agüita sola más que sea —escuchó decir a la anciana sentada a su lado, mientras servía en una jarrita del termo un poco de agua tibia.
—Que tome un poquito de aire —dijo otra mujer desde el rincón de la sala de espera—, creo que está muy helado para esta niña.
La última náusea fue fuerte. De los ocho meses de embarazo esta era la primera vez que se sentía así de mal. La espera la tenía además ansiosa.
—Es que no puede tomar nada todavía —escuchó desde el mismo rincón.
Doris sentía el amargo dulzor de la glucosa revolviendo su estómago vacío, subía por la garganta y explotaba en la boca como nauseas de caramelo.
—Aguántate un ratito que este es el principio no más, chiquilla —siguió la anciana a su lado mientras la refrescaba con un pañuelo humedecido con colonia en la frente para aliviarle las náuseas. Doris agradeció tomándole la otra mano.
—Si esto no es nada todavía —completó Rocío, la mujer desde el rincón—, cuando una es madre, el cuerpo se empieza a mandar solo, ya no es na’ a la laya de una, no se decide mucho.
—Quédese tranquilita y aguante las náuseas, aquí estamos para cuidarla —la consoló la anciana mientras le cambiaba el pañuelo de posición—, tan jovencita que se ve usted.
—Me veo, nomás. —Doris trató de sonreír como respuesta a la amabilidad de ese grupo de mujeres desconocidas. Las náuseas cedían, dando espacio para hablar.
—Igual se tiene que cuidar.
—Es lo que he tratado de hacer todos estos meses, he seguido las dietas, consejos de todos los especialistas, también tengo una doula que me va a acompañar, pero aun así me tiene acá esperando un examen para ver si tengo diabetes gestacional.
—¿No le decía yo?, si el cuerpo se manda a su propia laya. Es la guagua que se organiza dentro de una, ella sabe qué necesita y qué le sobra —comentó Rocío.
—Y viene solita, ¿no la acompañó nadie?
—Mi marido llega en un rato por mí. No sabía que el examen era así de complicado.
—¿Creyó que era sacarse un poquito de sangre nada más?
Todas las mujeres rieron.
—El lugar donde vivo es un poco difícil de acceder, salimos temprano con mi marido en el auto, pensamos que era más práctico que yo me quedara sola acá durante el examen y él aprovechara de pasar por algunas cosas al supermercado.
—¿De dónde dijo que era? —la interrumpió Alba, la mujer que se le había acercado al inicio.
—Vivimos en La Peña, en la zona rural. Compramos una parcelita, nos entusiasmaba la idea de vivir en el campo.
La conversación fue interrumpida, el nombre de Doris salió por la puerta de «toma de muestras». Las tres mujeres quedaron en silencio en la pequeña salita mientras Doris se perdía en el umbral del box.
—Pero ahí en el sector de La Peña es muy re’ solo —insistió Rocío una vez que Doris regresó a su asiento.
—Es que teníamos contemplado no tener hijos —sonrió acariciando su barriga.
—Pero, ¿sabe de las cosas que pasan por ahí?
—No —la cara de Doris parecía que iba a ser atacada por otra nausea.
—Por allí dicen que vive el culebrón.
—¿Cómo es eso?
—No diga —interrumpió Alba— ¿No ve que ella no sabe?
—Por lo mismo —continuó Rocío—, tiene que saber, sobre todo si está esperando guagüita, ¿no ve que así pasan las cosas?, por no saber, por andar por la vida como si nada. Vale saber, por algo las historias se cuentan, para que no se repitan.
A Doris esas cosas ya la estaban asustando, nunca creyó en las habladurías, era más bien pragmática. Se crio en la ciudad y no estaba familiarizada con las leyendas e historias populares, las veía como ficciones, relatos que se cuentan por aburrimiento, pero la vulnerabilidad provocada por la fatiga, la volvía receptiva a cualquier cuento.
—Y esto es sabido de siempre —continuó Rocío—, el culebrón es como una culebra grande que vive en las cuevas del cerro, baja algunas noches durante el embarazo, esperando hasta que nazca la guagua. Cuando siente el olor a leche aparece. Viene a robarse el alimento de las guaguas durante todas las noches, espera que se oscurezca, que la mamá esté dormida, eso siempre pasa porque las mujeres cuando paren quedan rendidas.
—¡Pero si esas cosas no existen!, ¿no ve que esta niña ya tiene suficiente con las arcadas para que la venga a asustar?
—¡No me va a dejar de mentirosa, si todo el mundo sabe! ¿No se acuerda que hace unos años atrás hasta se murió una guagüita que vivía pa’l lado de las compuertas? No se acuerda que decían que la mamá se volvió loca porque se despertó en medio de la noche y vio cómo el culebrón la tenía agarrada de la teta, succionando y chupándole toda la leche mientras el bicho —Rocío cruzó los dedos índices formando una cruz que besó—, cruz pa’l cielo, le tenía metida la cola a la guagüita en la boca como chupete para que no llorara y que solo esa imagen la desquició.
Cuentan que estos bichos, después de nacida la guagua, anidan debajo de las camas de las mujeres, se esconden durante el día y en la noche salen.
Al otro día, les vienen a las mamás unos dolores tan fuertes en los pechos que no se pueden aguantar, porque chupan con sus hocicos duros y con la saliva ácida les ponen los senos duros y rojos, afiebrados. Muchas veces ese calor se siente en todo el cuerpo, como una gripe fuerte, con dolor de cabeza y de cuerpo, tan cansadas se sienten que no pueden cuidar como corresponde al recién nacido. Es como si se les envenenara la sangre.
—Cosas de las gentes ignorantes, esa guagüita estaba enferma, la señora no tenía leche y esa era su desesperación. Por más que tomara remedios y agua de avena para que le bajara leche, nunca le bajó. Veía como el niño bajaba de peso todos los días, la fórmula en mamadera no le servía, la guagüita tenía algo mal en el estómago que no dejaba que absorbiera los nutrientes. Hasta en el diario salió.
—Era el culebrón. Tiene una cuestión hipnotizante, por eso las otras personas que viven en la casa no sienten nada, ni el marido durmiendo en la misma cama se despierta. Las mujeres no lo sienten porque es suavecito, tiene la piel llena de pelos como los gatos y la cabeza llena de plumas. Se escurren en la noche, no se escuchan de lo silenciosos que son. Por eso los doctores no encuentran las causas a las enfermedades, porque el culebrón se esconde en los síntomas.
—Seguro que el niño tenía alguna malformación congénita —explicó Doris—, se sabe que cuando no se consigue un buen agarre del lactante al pezón, el amamantamiento no se produce de forma consistente. Cuando el bebé succiona, estimula la producción de leche de la madre. Hay una serie de componentes hormonales que trabajan en ello.
Doris estaba segura de eso, durante gran parte de su embarazo se asesoró con la obstetra de su confianza, que le recomendaba ejercicios y lecturas, se reunían en la consulta una vez al mes, menos de lo que Doris deseaba, pero teniendo la dificultad de encontrarse en otra ciudad y a medida que el embarazo iba avanzando se complicaban los viajes, por eso tomaron entre ambas la decisión de que Doris se haría los controles normales en el consultorio local y mientras que con ella permanecerían en contacto diario por teléfono, la obstetra se comunicó con el personal del consultorio para acceder a los exámenes que le realizaban a Doris, cosa de mantener una embarazo muy cuidado, hasta llegados los días previos al parto para acompañarla de tiempo completo. Solo que esto de la diabetes gestacional la tomó por sorpresa, algo fuera de todo pronóstico. Doris prefirió la inmediatez de realizarse el examen, eso la llevó a encontrarse en el consultorio esa mañana con el grupo de mujeres conversadoras.
—Si acá siempre han pasado esas cosas —comentó la mujer que se había quedado en silencio durante toda la conversación—, ¿se acuerdan del caso de esa niña que trabajaba de temporera?
—Claro, me acuerdo —comentó Rocío.
—Nada claro en eso, la niña tuvo un accidente —insistió la anciana.
—¿Qué accidente? Si yo conocí a las personas que trabajaban con ella esa vez. Esta chiquilla siempre trabajaba en el campo, ahí mismo en los terrenos de los Soto. Ella siempre venía en los veranos, durante el año estudiaba en Santiago y se venía a juntar plata pa’cá.
—Sí, la familia era de acá y después se fue.
—Esa misma. Dicen que esa niña era muy bonita y siempre que iba a hacer sus necesidades iba solita porque no le gustaba que nadie la viera. Dicen que un día empezó a seguirla un lagarto, esos que son de colores, celeste, verde y de lomo amarillo brillante. Ella nunca le dio importancia a lo que le dijo una de las señoras, que esos se enamoraban de las mujeres jóvenes y bonitas. Ella siguió haciendo sus cosas como si nada y el lagarto la seguía por todas partes. Dicen que ese día ella andaba con la regla y que el lagarto no pudo aguantar más y que cuando fue al baño sola, dicen que se agachó a orinar y el lagarto se le metió por la vagina. Que el grito que se escuchó hizo paralizar toda la faena, algunos hombres salieron a socorrerla y lo que encontraron los asustó. Dicen que la niña estaba revolcándose en el suelo del dolor, pilucha de la cintura para abajo y que entre las piernas se podía ver la cola del lagarto desapareciendo dentro de ella. Dicen que la sangre se le empezó a salir por cada uno de los agujeros del cuerpo y que en medio de todos los gritos y espasmos dejó de respirar revolcada en su propia sangre.
Dicen que el bicho después de terminar su locura salió del cuerpo de la niña como entró, brillante y luminoso.
—Esas historias son de viejas ociosas, cosas que se inventan, que no son ciertas —agitaba las manos la anciana, llevándoselas a las orejas con rabia.
—Pero si por algo se cuentan esas cosas, para que se conozcan.
—No se me asuste, mijita —dijo la anciana volviéndose hacia Doris.
—No se preocupe, creo que estas historias hasta me están arreglando el ánimo —concluyó, esbozando una sonrisita leve.
En ese momento, en la puerta apareció su esposo para llevarla a casa.
Los cuentos de las señoras en el consultorio le generaron ternura por la ingenuidad. Estaba cansada, se fue a dormir después de comer algo. La madrugada, el ayuno y la espera la pusieron somnolienta. La siesta no fue nada de su agrado. Soñó con niños delgados, serpientes llorando como bebés, se veía a ella misma con el vientre gigante como el nido de muchos lagartos que salían de sus huevos dentro de su cuerpo. En el sueño se miraba las manos, estaban llenas de pelos como de gato, que no podía sacarse. Plumas caían en forma de lluvia desde su cabeza, sus pies descalzos estaban mojados por algo que lo lograba distinguir: era leche agría que brotaba de su propio pecho y se iba convirtiendo en sangre.
Despertó agitada, ni siquiera pudo moverse. Al abrir los ojos vio una culebra verde enrollada en su mano, con los ojos fijos en su cara trataba de morderle un dedo. El dolor era tan intenso que ni siquiera pudo gritar.
Catalina Zamora Labarca vive en La Calera. Es escritora, lectora y editora en una editorial independiente.
Su escritura territorial nace de lo cotidiano, con una mirada sensible a los espacios, los cuerpos y las emociones que habitan fuera del centro.