La venganza de la luna

 

Si Dios es la naturaleza, eso equivale a decir que 
el hombre forma parte de la naturaleza. 
El hombre no es un reino dentro de un reino.

Baruch Spinoza, en “El secreto de Spinoza” 
de José Rodrigues Dos Santos

Y acá estoy, siendo inútil, pensó divertido, mientras la Luna le sonreía, inmensa, redonda y feliz.  

El hombre miraba el mar que se mecía suavemente; había sido un cálido día de sol otoñal. Para él, el ocio era algo preciado, promovía sueños, ideas nuevas, recuerdos. No como las jóvenes generaciones, carentes de propósitos, que se sumergían en pantallas o drogas cada vez más destructivas, quizás cumpliendo alguna ley darwiniana.

Él todavía amaba leer; aun cuando, reconocía que le resultaba más cómodo que las pantallas de los muros le leyeran los libros en voz alta. Su casa, como todas las demás, era manejada por órdenes digitales y algorítmicas. Una hija perdida en la urbe, entre suciedad y junkies callejeros, inyectados por robots para mantenerlos tranquilos; el otro hijo, apenas presente, encerrado en su pieza, en un mundo virtual, viviendo en su burbuja de avatar. 

Sólo su mujer lo acompañaba desde su silla de ruedas. Ese había sido uno de los últimos accidentes de auto provocados por humanos conduciendo con sus sentimientos a flor de piel: miedos, furias, urgencias. Él le hablaba, siempre de forma cariñosa, y la veía, o creía que la veía, sonreír. Se había negado a la eutanasia de rigor; era su única compañía. 

Su mujer y esa Luna a la que, también, le hablaba. Las puestas de sol lo tranquilizaban. Entonces a la luz de la Luna escribía poseído por la belleza; versos, poemas, odas, que luego borraba de sus pantallas, avergonzado.

Consideraba que su vida era buena. Había estudiado junto a su mujer, ávida como él de entender cómo se creó la naturaleza, soñando con el mundo antiguo, plagado de vida, de una diversidad infinita: flores, árboles, plantas, mamíferos, insectos, descendientes de los dinosaurios, aves y cocodrilos. Todo eso les fascinaba.

A pesar de que la IA poseía más conocimiento que cualquier humano, lo hacían solo por placer: astronomía, aunque el sueño de explorar el universo era otro de los anhelos perdidos; estudiaron la historia de la zoología y la botánica, cuando ya nada de eso existía; geología, otro tema inútil, abundantemente explorado. Decidieron tener hijos, a diferencia de muchos otros, imaginando que les transmitirían su amor por el estudio y la exploración. Pero no sólo no fue así, sino que, luego del accidente, ni siquiera su mujer lo acompañaba en sus sueños y pensamientos. Sólo el calor de su cuerpo, su olor, su piel y sus rasgos, cada vez más desdibujados, lo tranquilizaban. 

Nominado al Consejo de Sabios, hace unos años, pues se le conocía por su vocación de entender el mundo que fue, se había emocionado y agradeció su nuevo rol, que suponía sería de mucha acción. Barajaba la idea de hacer viveros gigantes con árboles y especies perdidas, del banco de semillas de Finlandia. También propuso la regeneración genética de algunas especies animales, las más interesantes. Pero ninguna de sus propuestas fue aceptada.

Abandonado de sueños o proyectos a los cincuenta años, algunos días se sentía viejo y acabado. Gobernar no significaba nada, ya que la IA tomaba todas las decisiones de manera mucho más racional. Él formaba parte de un equipo de “ancianos y ancianas” que se limitaban a dar el visto bueno a las propuestas de nuevas políticas de alimentación, vivienda o migraciones, todas extremadamente pragmáticas, como los tiempos lo requerían.

Impotencia, esa es la palabra que le resonaba en la mente: impotencia frente a las grandes corporaciones y, sus infinitas plataformas de IA que convirtieron a los humanos en seres inútiles, donde el arte era considerado solo un gasto de recursos. Pero él no era inocente; en su juventud, él y su mujer habían sido parte de los creadores de una de esas grandes empresas desarrolladoras de la IA. No era casualidad que viviera en una casa frente al mar, eran sus privilegios, como sus propios vecinos, que podían escapar de los edificios y antros de la ciudad.

El exponencial crecimiento de las necesidades alimenticias de la población había dado cuenta de la fauna y flora que aún quedaba. La tierra estaba cultivada de horizonte a horizonte por máquinas robóticas; todo comestible, procesable para alimentar a los miles de millones de humanos. Estas plantaciones se veían desde donde salía el sol, hasta donde se ponía, sobre el conjunto del globo terráqueo, ya sin montes ni montañas rocosas, que antes albergaban vientos, generaban tempestades y nubes oscuras. En un mundo ya sin sorpresas, con pleno manejo del clima. Nadie recordaba a los animales, ni grandes ni pequeños, a excepción de los insectos procesados como alimentos de a miles en los centros de reproducción.

El mar seguía siendo un lugar relativamente menos productivo, aunque se extraían materiales desde décadas, se llenaban las costas de cultivos marinos de algas y alimentos nutritivos. La IA proponía intervenirlo cada vez más. Se procesaba el agua de mar para hacerla potable, se utilizaba la fuerza de las olas como generadora de energía y gran parte de equipamiento de la IA estaba sumergido bajo el mar de modo de mantener fríos los equipos. El hombre lo miraba diariamente sentado en su porche. Ya no tenía olor, pero su movimiento perpetuo lo cautivaba, hipnotizándolo. Pensaba que quizás ese mar aún conservaba secretos  inexplorados, que en el fondo subsistían restos de la prehistoria de la tierra, cuando aún no estaba poblada. Soñaba que el misterio de la vida seguía allí, impoluto.

Por las noches había empezado a desvelarse, a pesar de las pastillas que le preparaba el algoritmo, según sus necesidades específicas. Escuchaba rumores lejanos, rugidos de piedras y la tierra removiéndose, casi terremotos, pero sabía que eso ya no ocurría, las fallas habían sido amalgamadas. Se levantaba a mirar por las ventanas, pero sólo la Luna lo acompañaba, vigilante. 

Además del petróleo exprimido del fondo del mar en épocas pasadas, habían llegado a encontrar abundantes reservas de iterbio y cerio, y especialmente, praseodimio, desde el núcleo externo de la tierra, aún más profundo que la mesosfera. Indispensables para las casas cuyos muros eran pantallas, para los aparatos controlados por robots y por las matemáticas; paneles solares y plasmas transparentes.

Luego de noches de vigilia, preocupado por los ruidos que creía escuchar, el hombre encontró una linterna que tenía guardada desde tiempos antiguos y decidió salir a ver qué ocurría más allá de las luces automáticas de su casa. Se quedó boquiabierto mirando el oleaje enardecido, el mar arremolinado, como si un huracán lo envolviera, o más bien, como el embudo de agua que veía de pequeño irse por el sumidero, antes de que fuera reciclada. No necesitó prender la linterna, la Luna brillaba inmensa, como un farol e iluminaba todo lo que pasaba. El mar se escurría, se alejaba de la playa, se recogía. Comprendió que eso es lo que llevaba ocurriendo hace un tiempo, primero imperceptible, y los últimos meses, vertiginosamente, lo que él percibía como feroces ruidos subterráneos. Y la Luna lo mostraba de manera descarada.   

Corrió a su casa, a comunicarse con la pantalla matriz, pero ésta no entendía su lenguaje: olas inmensas, huracán, efecto embudo. Agotado, trató de dormir. La Luna se percibía cada vez más luminosa, más grande, más blanca, más cerca, encima de su ventana. Su mujer miraba inmóvil pero esta vez con ojos de horror ese espectáculo, decidió darle anticipadamente su preparación para dormir. 

Él mismo trató de conciliar el sueño, recordó un cartelito colgado en su casa de infancia, la misma de sus abuelos: “el agua siempre encuentra su camino, igual que la verdad”.

Volvió a revisar su pantalla de velador. Pensó que horadar y horadar el fondo marino hasta el extremo que se había llegado en las últimas décadas tendría consecuencias nefastas. Al caer a las profundidades, y unirse el agua a la masa de metales ardientes, la ebullición provocaría una inmensa dispersión de vapor por los mantos internos de la corteza terrestre.

“Si el océano se vaciara, se originaría un efecto en el campo gravitacional de la tierra, afectaría su rotación y equilibrio”, leyó en su pantalla. Y eso es todo lo que la IA le respondió. 

Se sobresaltó. Aquello podría desestabilizar a la Luna, atrayéndola aún más.

Estuvo haciéndole diversas preguntas a sus pantallas, pero ésta no sabía contestar qué pasaría con la Luna, que él percibía cada vez más grande, más presente, más cercana. Sólo reflexionó y tomó notas: el mar se seca, como un recipiente agujereado. Se veía que la IA estaba desorientada, hablaba de cualquier cosa, respondía absurdamente muchas preguntas que él supuso vendrían de otras casas, seguía con el discurso de” ya no hay terremotos, todo es previsible”. 

El hombre dejó de mirar la pantalla y recostó su cabeza en la almohada. Energía igual masa por velocidad al cuadrado seguía siendo una verdad abrumadora, sería el fin. No habría escudo tecnológicamente preparado para destruir nuestro hermoso satélite natural, demasiado cerca, demasiado grande. Creyó esbozar una sonrisa, respondiendo a la de la Luna que lo observaba desde su ventana. Pensó en sus hijos, en realidad ya ni recordaba a la que fue su pequeña amada, y si alguna vez la había buscado, había sido inútil. Y el hijo que sólo gruñía desde su habitación para pedir la comida, mientras estaba unido a las pantallas casi simbióticamente. 

Pero pronto se durmió en calma, más tranquilo o quizás incluso más feliz de la mano de su mujer, sintiendo su cuerpo cálido. 

La Luna se vengaría, como un astro justiciero, que nos había cuidado por una eternidad, estuvo a punto de reír, pero se controló. Soñó con un planeta lejano, azul y verde, de una belleza prístina y pura, donde nos reencontraríamos los humanos perdidos.

 

 

Mariana Schkolnik (Santiago, 1955) es economista formada en Chile y Francia, con una trayectoria en políticas sociales y empleo en organismos de la ONU y gobiernos de la Concertación. Vivió en Haití como consultora de la OIM, experiencia que dio origen a su libro Crónicas Haitianas (2022). Es autora de múltiples textos sobre pobreza, empleo y crítica al modelo neoliberal. Ha publicado cuentos en Chile y Colombia, incluyendo relatos conmemorativos de los 50 años del Golpe. En 2023 ganó una beca para terminar su libro Las mujeres que me han habitado, próximo a publicarse.

 
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