Soy (también) las madres que leo
Madre. Madre. Madre. Hace seis meses lo soy. ¿O fue antes? ¿Cuando quedé embarazada? Miro mi velador. Los libros están ahí, desparramados, uno arriba del otro. Son los de ahora, los de estas semanas. Los viejos, los ya leídos, se fueron a la biblioteca que tenemos en el primer piso. Es extraño. O quizás no, pero voy a confesar una verdad, una mía: nunca me interesaron los libros sobre maternidad o las novelas que hablaban sobre eso.
Era un tópico muy alejado de lo que yo hubiera considerado atractivo en ese universo en el que moví tantos años. Prefería otras historias, otras tramas, otros personajes, otras atmósferas… hasta que me quedé esperando a L y quise leer todo lo que se había publicado en torno a esta materia. Fueron casi cuarenta semanas de muchísima lectura. Pasé por Adrienne Rich, seguí con Jazmina Barrera y continué con Mar García Puig y más y más y más. Quería tener cómplices, cómplices de un tiempo que se me confunde con mucho trabajo, con horas y horas de clases en la universidad, con horas y horas de sueño. A veces me encontraba con las autoras, sentía ese vínculo que respondía a un algo que tienes en común con una desconocida, otras ocasiones me aburría, me parecía que faltaban a la memoria, a una memoria para narrar aquello que si bien es personal también podría ser tuyo. Quizás intuía falta de sinceridad, defecto que detesto en las personas.
Me acuerdo de La grieta de Catalina Infante: “el mundo se cuenta una historia y solo las madres sabemos la otra”. Qué pedazo de verdad. Tengo secretos que viví yo sola en mi embarazo, en mi postparto y en mi puerperio. Tengo secretos que no compartí con nadie. Tengo secretos que no voy a dejar por escrito. ¿Seremos así todas las madres? ¿Cuántas omisiones cargamos? ¿Cuánto tiempo es prudente quedarse en silencio? Me miro al espejo y tardo en reconocerme. En otra época fui y me sentí muy atractiva. Ahora, a mis 36 años, he tenido que familiarizarme con una nueva versión de mí, con una nueva cicatriz, con unos pechos que todavía están llenos de leche, con un pelo que siempre fue largo y fuerte y que hoy me devuelve entradas que no conocía. Escribo y escribo estos apuntes personales, tan íntimos, que me llevan a unos días donde me sentía viviendo un sueño despierta. Cuando iba al baño me miraba al espejo (siempre me ha gustado hacerlo) y el reflejo me devolvía a alguien que se parecía un poco a mí, pero que era y no era yo. Anoto esto como una forma de recuperar la memoria… porque lo que me dicen los otros, las otras, es real: el tiempo borra todo/el tiempo reconfigura todo/el tiempo cambia a la gente. Creo que siempre he sido muy consciente de eso. Por eso redacto, por eso tomo el lápiz, por eso me esfuerzo en capturar fragmentos de mi pasado reciente. No quiero olvidarme de nada y mañana, cuando L sea adulta, quiero que sepa quiénes hemos sido.
12 días estuve internada en la clínica producto de una infección post cesárea.
12 días que se convirtieron en tres semanas de un dolor que no me dejó (tuve dos operaciones en ocho días). Me abrieron, me cerraron, me abrieron y me volvieron a cerrar. Me costaba caminar, agacharme, mudar a L, ir al baño, bajar las escaleras, darme vuelta en la cama. Lloré. En medio de ese llanto estaba la alegría, la felicidad plena/la felicidad máxima, los pequeños descubrimientos de una cotidianidad y de una rutina que te asombran y te mueven porque estás luchando con retenerte a ti y juntar todos los pedacitos de todas tus versiones. Yo me negaba a desaparecer. Me sigo negando.
L nació un viernes en la noche. La vi y la sentí tan chiquitita, tan inocente, tan frágil… completamente dependiente de mi piel. Su rostro me enamoraba, sus ojos grandes y profundos me llevaron siempre a la calma, a la paz, al amor más auténtico que he conocido, que he sentido, que he vivido. Tecleo estas palabras mientras está aquí, con un pijama amarillo que le puse hace un rato, sonriéndome. Le voy leyendo en voz alta lo que escribo y vamos tejiendo esa complicidad que no quiero tener con nadie más. Una vez me encontré con esta frase adentro de un libro:
“hasta que entre madre e hija, entre mujer y mujer, a través de las generaciones, no se extienda una línea de confirmación y ejemplo, las mujeres errarán siempre en el desierto”. Era Rich.
Me sacudió, me tambaleó. ¿Cómo podía yo hacer que L se sintiera siempre así? ¿Reafirmada y reconocida? ¿Valorada y amada? ¿Segura y feliz? ¿Deseante? ¿Contenida? ¿Vista? ¿Escuchada? ¿Sería suficiente todo mi amor? Nuestras conversaciones están llenas de palabras, de canciones, de poemas, de cuentos, de historias familiares, de mañanas tranquilas, de tardes cálidas, de noches muy juntas, muy juntas, de confesiones amorosas, de siestas, de ternura, de cariños, de manos atadas, de respiraciones de a dos, de bailes, de gestos, de susurros, de grititos en voz baja (porque intenta hablar y habla), de noches, muchas noches, donde he podido dormir 10 y 11 y 12 horas porque L pasa de largo desde que tiene tres semanas. ¿Bastará todo ese imaginario para que sea una mujer fuerte, clara, sabia, generosa? Me gustaría pensar que sí. Me gustaría pensar que voy a vivir muchos, muchísimos años, para poder verla crecer e ir acompañándola en sus tropiezos y en sus errores, en su historia y en su libertad. Porque lo que más quiero es que mi hija sea una mujer libre.
Soy escritora, soy académica, dicto talleres literarios. La gente suele preguntarme: ¿qué recomiendas sobre maternidad? Y yo pienso en Vivian Gornick, en Tatiana Țîbuleac, en María Negroni, en Anne Dufourmantelle, en Guadalupe Nettel, en Ursula K. Le Guin, en Annie Ernaux, en Delphine de Vigan. ¡En tantos libros donde nos encontramos las madres del mundo! Queriéndolo o no hay una línea imaginaria que nos une universalmente.
Me atrevería decir que todas las madres hemos sentido esa
vulnerabilidad, esa soledad, ese silencio, ese abismo donde el único
que te rescata es ese amor totalmente nuevo y sin precedentes.
A veces tienes más suerte: coincides con un buen compañero o una buena compañera, tienes una familia que te sostiene, tienes una licencia médica y el fin de ella te lleva a un trabajo seguro. Muchas otras tienes que debatírtelas sola, sin redes de apoyo, sin una pareja y estás obligada a dejar a tu guagua con otra persona o inscribirla unos meses después de su nacimiento en una sala cuna. A veces te enfrentas a la maternidad en medio de un duelo, en medio de una muerte, en medio de una separación. ¡Y así vamos sumando! ¡Tantos sentires! ¡Tantos tipos de madres para tantos tipos de hijos! Quizás sean precisamente los libros aquellos que nos regalan el mensaje que buscamos sin tregua y que nos permiten, en esas noches de insomnio, en esas noches en vela, sumergirnos en un mundo que nos habita a veces con dolor, a veces con paz, a veces con locura. Quizás sea en medio de esas noches, cuando estás sola, dando de mamar, que te reconoces como un ser humano que es igual, en muchas dimensiones, a otras personas que están ahí, en esas páginas que tú lees, mientras sin saber cómo, te esfuerzas en cambiar de piel, en dejarte la piel, en dejar las máscaras a un lado y asumes la vida como ese huracán que conoces y armas, sin miedo y sin vergüenza, el puzle de un destino que te inquieta. La maternidad es un viaje con los ojos abiertos. Yo recién lo estoy comenzando.
Montserrat Martorell Escritora, periodista, académica y tallerista. Doctora en Literatura Hispanoamericana, Máster en Escritura Creativa y Diplomada en Filosofía. Autora de las novelas “La última ceniza”, “Antes del después” y “Empezar a olvidarte”. Actualmente escribe su quinto libro.