Silencio, por favor
De niño le temía, en mi juventud lo despreciaba, pero ahora, mañoso y terco, me volví un adicto al silencio.
Lo busco como a un tesoro: sin él no me duermo, si falta no puedo trabajar.
Y si a mi alrededor no abunda, si no hay tanto silencio como aire en mi espacio,
tampoco soy capaz de leer.
Pero al igual que una droga, conseguir unos gramos de silencio hoy requiere de esfuerzo, voluntad y dinero. Ya no basta con cerrar puertas, bajar volúmenes o callar niños: hay que invertir en ventanas aislantes, vivir en barrios alejados, comprar audífonos modernos. No son pocos los que pagan por retiros de silencio o, como pasa en Europa, se hacen miembros de clubes silentes, donde la gente se junta a no decir nada.
El silencio, como la oscuridad, alguna vez fue el estado natural de la vida, pero ahora ninguno de los dos existe por defecto. “La oscuridad es la regla y la luz su excepción, igual que la muerte es la regla y la vida su excepción”, escribió Knausgård en alguna de sus miles de páginas. Estoy de acuerdo pero miro al cielo, en esta noche ruidosa, y apenas consigo ver un par de estrellas.
“El silencio no es la ausencia de algo sino la presencia de todo”, dijo Gordon Hempton, activista del silencio, un hombre que ya dio la vuelta al mundo
tres veces en búsqueda del lugar más callado del planeta.
Donde no hay silencio es en las ciudades, zonas en las que vivimos el 90 por ciento de los chilenos. Ni tampoco en las casas, sobrepobladas de aparatos que suenan, vibran e incluso hablan. Y aunque los apague todos, afuera no hay cuartel: pasan motos, acelera un auto enchulado, llega el camión de la basura. El vecino del lado se compró un parlante nuevo. El de arriba está renovando su cocina. Vinieron a cortar el pasto del edificio, alguien me llama por Whatsapp y dos perros se ladran hasta el dolor.
“Sin música la vida sería un error”, dicen que dijo Nietzsche, pero sin silencio me parece una tortura.
El libro que quiero leer exige toda mi concentración. No es una novela, que si fuera buena me capturaría, sino que un ensayo filosófico, un libro que me exige a mí capturarlo a él. El ruido externo no me ayuda pero cuando consigo aplacarlo, y milagrosamente todos se callan para dejarme leer, surge de pronto otro sonido, más monótono y desagradable aún, que no viene de afuera sino de mi interior.
Es el “locutor de la contra”, como lo definió Fabián Casas, ese relator interno que jamás se cansa de apostillarme con prejuicios inútiles o de tentarme con vacías distracciones. Algo así como un celular espiritual, que me manda falsas notificaciones al cerebro, empujándome al hedonismo depresivo de abrir Instagram sin motivo o chequear correos que nadie mandó.
David Le Breton, intelectual francés y autor de un libro sobre el silencio, identificó que la “inflación mediática” actual, ese tsunami de información irrelevante que nos azota a diario, produce un “ruido insoportable” que diluye el valor de las palabras y convierte al silencio en un lujo. Vivo secuestrado por ese ruido insoportable pero en realidad la cadena está suelta y la puerta abierta: creo necesitar al silencio tanto como temo enfrentarme a él, a la voz que en su presencia aparece en mi cabeza.
“Un silencio como el que yo necesito no existe en el mundo”,
le escribió Kafka a su amada Milena Jesenska.
A veces pienso que me gusta el silencio porque simplemente no tengo nada que decir. Mi actitud reflexiva y escrutadora quizá solo camufla mi ausencia de discurso, la falta de acción que me caracteriza. Como cualquier otra droga, uso el silencio para escapar de mí mismo. Pero como cualquier otra droga, con ella —con él— consigo encontrarme.
“La reivindicación del silencio se convierte en un acto de gallardía, contracultural”, dice también Le Breton, una idea de la que me he convencido en el último tiempo. Ya casi no escucho música y deambulo por la casa bajando volúmenes, en pantuflas para que mis pasos no produzcan ningún decibel. Me siento un guerrillero cada vez que cierro la puerta del baño sin que suene y envidio a las plantas cuando las riego, tan subversivas en su mutismo, verdes rebeldes del silencio. “El que es perfecto no se manifiesta”, como dijo Pessoa. “Dios está callado”.
Cristóbal Bley (Santiago, 1986) es periodista y ha escrito en medios como PANIKO.cl, Revista Viernes, La Tercera y Revista Santiago. Vive en Recreo, Viña del Mar.