Reivindicar el fracaso de nuestras emociones: una guía queer de lectura
Un pequeño escenario: recreo en el colegio. Tocan el timbre y llega ese instante en el que varios grupos intercambian miradas porque saben lo qué harán, como la previa a empezar una coreografía. Tomar del brazo a una amiga, correr hacia la cancha, preparar el discurso que le diremos a la tía del negocio para que nos fíe. Dinámicas de lo más familiares. Ya en aquel entonces, resultaba evidente la importancia de tener un lugar entre ellas. Pertenecer en alguna, sentir que, apoyado en la baranda con los cabros, chismoseando que la Javi se come con el Lucho, lo hago porque formo parte. Encajo.
Pero yo no. Yo me quedaba escribiendo tonteras en un cuaderno todo roñoso que tenía. Tampoco es que me esforzara, para qué voy a mentir. Sí lo intenté. Jugué partidos en lugar de ir a almorzar, por ejemplo. También fui a los carretes y besé a alguna chica de otro curso. Reí con las tallas sacadas del Morandé con Compañía. Se verá que algo de esfuerzo hice. Y no hubo mucho caso. Me resultaba extraño, como si estuviese haciendo un personaje de mí mismo. Una quimera.
Es que además existía una forma para ponerme en mi lugar: el cuestionamiento. Qué raros mis gustos, los temas de Madonna y Katy Perry que sorprendieron alguna vez en mi música. Sospechoso que disfrutara tanto Glee, aún más que me descargara los capítulos apenas salían para comentarlos con una amiga, alejados del resto del curso. Demasiado exagerados mis pasos de baile y la facilidad con la que me aprendía los movimientos de Britney.
En resumidas cuentas, mi sensibilidad tenía errores.
Me resultaba forzado ir por la calle con los cabros y voltearme porque justo había pasado una mina con tremenda raja. No había caso, no me emocionaba. Pero eso era lo esperado, lo que te hacía tener un lugar. Y, bueno, ¿dónde pertenecemos si no es en lo que nos emociona? Concluí entonces que yo no pertenecía. La pertenencia se me despojó apenas comencé a ser, a realmente ser.
Sara Ahmed (2012), filósofa británica, plantea que las emociones están dadas por una memoria histórica y cultural que se nos traspasa. Por ejemplo: si yo le tengo miedo al mar (real, un poco) es porque existe una imagen del mar que he recibido y eso me hace asociar al mar con las emociones revestidas sobre esa imagen. No es que el miedo esté en mí, sino que hay cosas que producen miedo “para mí” de acuerdo con mi imaginario.
No puedo evitar pensar en lo difícil que resultó conocer mis emociones, procesarlas
y aún más traspasarlas.
¿A qué imaginario aferrarme, si está constantemente puesto en duda?
Es ahí donde uno debe aparentar. Tener beards, passing, masking, díganle como le digan, yo tuve que disimular lo que me emocionaba. Porque mis emociones no estaban bien, y eso había que recalcarlo de la manera que fuese. Sentir se tradujo para mí en una experiencia de constante fracaso. El fracaso de, finalmente, pertenecer. Incapaz, por mucho que lo intentara, porque de verdad lo intenté.
Entonces, como muchas personas en una situación al menos similar a esta, me refugié. Escribí, leí, escribí, leí. Ahí me sentí más a gusto. Fue un placer dejar de ir a fiestas porque me quería terminar la saga de Los Juegos del Hambre o llevar algún libro de Cortázar en la mochila, adonde sea que fuera. Me quedé ahí y no lo solté, fue como mi primer acercamiento a tener una bandera que me sostuviera.
Ahora, existía otro tema. Tampoco es que las lecturas introducidas en mi infancia estuviesen llenas de héroes gays, protagonistas lesbianas, o algo por el estilo. Ni hablar de recibir orientaciones para tener un ojo lector queer. Mi primer acercamiento fue con Confesiones de una máscara de Yukio Mishima. La profe de un electivo de Lenguaje nos hizo leerlo. Es bien probable que no debe haberlo conocido mucho, o al menos evitó conversar sobre la homosexualidad del protagonista. Me chocó la excitación de Kochan, protagonista de la historia, frente a la imagen de San Sebastián, como si se tratara de una insolencia. No por un tema religioso, sino por lo clandestino. ¿Por qué algo que se hace a escondidas, asustado de ser descubierto, estaría bien o sería agradable? Aunque mi verdadero impacto ocurrió al final de la novela. Kochan se ha emparejado con Sonoko, una mujer, a pesar de tener plena consciencia de su atracción hacia los hombres. En medio de una conversación, el protagonista concentra su atención en un grupo de jóvenes, dos chicas y dos chicos. Tras fijar la vista en uno de los chicos, Kochan siente brotar un fuerte deseo sexual, particularmente por su pecho desnudo y la peonía que llevaba tatuada en él.
No fue tristeza lo que sentí, ni empatía. Sentí frustración. Al igual que yo, Kochan lo intentaba, pero fracasaba.
Fue ahí que concluí la importancia de tener un ojo queer al momento de leer. Se vuelve insuficiente enfrentarse a personajes que no encajan, o a protagonistas que sienten atracciones que figuran como prohibidas. Ver eso representado no bastaba si yo me olvidaba de preguntar qué existía detrás del fracaso que conlleva la emoción de estos individuos desencajados, incapaces de pertenecer.
Me arriesgo: quizá este fracaso significa algo que va más allá de lo malo. Halberstam (2018), académico estadounidense, habla sobre ello. Reflexiona que fracasar es un fenómeno propio de lo queer, inclusive un estilo. Además, si bien el fracaso es convencionalmente asociado con la decepción y la frustración, para Halberstam es una oportunidad. Mediante el acto de fracasar es que superamos las expectativas de lo normado.
Podemos llegar a revolucionar las estructuras que han basado nuestra vida. Una de estas estructuras es la de pertenecer, o que al menos esa pertenencia esté obligada a seguir ciertos parámetros.
Tal vez lo incómodo que me resultaba hablar de lo rica que estaba una compañera me permitió entender que ahí yo no pertenecía.
Tal vez lo mucho que me gustó Lady Gaga desde pequeño es una virtud que me llevó a jugar con vestuarios bizarros y desarrollar un sentido de la moda.
Tal vez Kochan podría acercarse a ese chico de la peonía tatuada, preguntarle si le gustaría salir a tomarse algo.
Tal vez mis emociones no son un problema, y suspenderlas tampoco sería un camino viable. Eventualmente, encontrarían la forma de manifestarse. Y esa manifestación sería la denuncia de que existen otras formas de pertenecer, otros lugares que ocupar. Mis emociones fracasadas podrían ser, a fin de cuentas, una forma de reivindicación.
Novela: “Las olas son las mismas” de Ariel Florencia Richards
Richards inició su carrera literaria como poeta, tono que claramente se entreteje sobre esta novela. La historia cruza dos realidades. Por un lado, Juan, estudiante de escritura creativa en Nueva York que, en medio de su búsqueda por nuevo material de lectura, encuentra una bitácora escondida en la biblioteca de la universidad. Por otro lado, los autores de esta bitácora, Aurelien y Maxime, dos amantes franceses que llegan a Valparaíso para esperar juntos el cambio de siglo, un viaje en el que ambos tienen decidido terminar su relación. La particularidad yace en que el registro de estos dos hombres está incompleto, por lo que Juan siente la necesidad de completarlo. Encontrarse con este relato es preguntarse por el silencio que puede agotar el afecto, las distancias a pesar de la cercanía, la necesidad de encontrar un final y la complejidad que significa ponerlo en palabras.
“¿Te acuerdas de cuando nos conocimos?
Hace un año.
Ibas a bordo de un vagón del metro, muy concentrado,
tomando notas en una libreta parecida a esta. Estabas resfriado.
Iba atrasado, dice Aurelien.
Te hablé y desconfiaste, pero en algún punto entre Château d’eau
y Gare du Nord, no sé cómo te convencí para que te bajaras conmigo.
Salimos. Caminamos hasta el río y ahí fumamos un poco.
Enrolabas pésimo.
¿La verdad?, dice Maxime. No podía creer que me hubieras seguido. Un ángel moreno y resfriado. Te llevaste las manos a los bolsillos y me miraste de la misma manera que me miras ahora. Me contaste de esas serpientes que predijeron un terremoto en China. Estaban hibernando, ¿cierto?
Salir a la superficie significaba morir congeladas.
Pero prefirieron eso antes que estar bajo tierra para lo que venía.
¿Y qué venía?” (45-6)
Poesía: “Cielo nocturno con heridas de fuego” de Ocean Vuong
El primer poemario de Ocean Vuong se detiene en la crisis experimentada por una familia migrante y el quiebre sensible que les aflige en distintos órdenes. En ese contexto, Vuong ahonda sobre el complejo vínculo con la figura paternal, las carencias de la infancia y, particularmente, sobre una sexualidad afectada. Traza imágenes hermosas que dan profundidad a los escenarios más brutales. Dentro de dichas imágenes se trenza el dolor del romance queer, las heridas que deja la guerra, el duelo y la melancolía que se graba por generaciones. A través de voces que pueden llegar a parecer corales, Vuong deja que el habla sea una instancia para desatar afectos que parecen subterráneos, pero son más comunes y tangibles de lo que creemos.
“Sólo tus ojos
cerrándose.
Mi lengua
sobre tu esternón.
Pequeños pelos negros
como las piernas
de insectos desaparecidos.
Nunca quise
la carne.
Que nunca fracasa
en fracasar
con tanta precisión.
Pero qué tal si atravesara la piel
esta delgada página
de cualquier forma
y encontrara que el corazón
no es del tamaño de un puño
sino el de tu boca abriéndose
con la amplitud
de Jerusalén. ¿Entonces qué?
Amar a otro
hombre es no dejar
a nadie atrás
que me perdone.
No quiero dejar
a nadie atrás.
Quiero poseer
y ser poseído.
Así como el campo convierte
sus secretos
en peonías.
Así como la luz
conserva su sombra
al engullirla”.
Nouvelle: “Arturo, la estrella más brillante” de Reinaldo Arenas
Breve, caótica y desgarradora. De la amplia obra de Arenas, luce esta narración que representa la historia de Arturo, un hombre secuestrado y ubicado en uno de los campos de “reeducación” del régimen castrista. Una particularidad que distingue a este texto de otros es su composición: está formado por oraciones encadenadas por comas, sin puntos que hagan descansar la lectura. Pero dicha propuesta no resulta antojadiza, en tanto refleja el espíritu inquieto del protagonista, su impulso artístico de crear belleza y resistir frente a la crueldad ejercida por los militares que lo doblegan, a él y al resto de homosexuales aprisionados. Una mente disruptiva e inquebrantable es la que esta narración ofrece.
“…pero se detuvo: aún faltaban maravillas: arenas, orquídeas, oquedades y Patroclos; era el delirio de la construcción, el hechizo, el goce de la creación, era el poder de hacerlo todo, el poder de participar en todo, el poder de poder zafarse de pronto de la mezquina tradición, de la mezquina maldición, de la miseria de siempre, el rompimiento con esa figura tenebrosa, encorvada, pobre, asustada y esclavizada que había sido él (que son ellos, los otros, los demás, todos) y ahora, libre, Dios, crear el universo añorado, su universo…” (107)
Novela en verso: “Autobiografía de rojo” de Anne Carson
La formación inicial de Anne Carson es académica, experta investigadora en literatura grecolatina antigua. De ahí que su punto de partida para esta obra sean los fragmentos del poeta Estesícoro, quien relata el mito de Heracles y sus doce trabajos. El décimo de estos consistió en asesinar a Gerión, una bestia mitológica con tres cuerpos y rostro humano, para robarle su ganado rojo. No obstante, Carson decide reversionar la historia para contarla desde el punto de vista del monstruo, ahora representado como un niño que crece, conoce a Heracles y se enamora perdidamente de él. La obra se subtitula como “Una novela en verso”, pero, ya en la lectura del texto, resulta curioso encontrarse con otro título: “Autobiografía de rojo. Un romance”. Claro, esta es una historia de amor. También es la historia sobre un joven vulnerado, la relación violenta entre él y su hermano, el apego con su madre, su interés por la fotografía y la inevitable pregunta sobre su monstruosidad. Un flujo de problemáticas que desemboca en la vida de Gerión, mientras él vierte todo en su autobiografía.
“Eres bueno Gerión Mañana te llevo a nadar, ¿sí?
Gerión volvía a treparse a su litera,
se ponía de nuevo los pantalones de su piyama y se recostaba
de espaldas. Yacía muy derecho
en las temperaturas fantástica
del pulso rojo que se iba abatiendo y pensaba en la diferencia
entre afuera y adentro.
Adentro es mío, pensó. Al día siguiente Gerión y su hermano
fueron a la playa.
Nadaron y practicaron sus eructos y comieron sandwiches de
mermelada y arena sobre una cobija.
El hermano de Gerión encontró un billete de dólar estadounidense
y se lo dio a Gerión. Gerión encontró el pedazo de un viejo casco
de guerra y lo escondió.
Ese fue también el día
en que comenzó su autobiografía. En esa obra Gerión anotó
todas las cosas de adentro
en particular su propio heroísmo
y su muerte prematura para gran desesperación de la
comunidad. Tranquilamente omitió
todas las cosas de afuera”. (41)
Memoria: “Una estela salvaje” de Kathryn Schulz
Se podría decir que esto es una memoria, aunque también tiene colores de autoficción. En este libro, Schulz comparte cómo, en un periodo de 18 meses, fallece su padre y se enamora de una mujer. La autora explica estos acontecimientos que revolucionan su vida a través de dos conceptos: la pérdida y el encuentro. ¿Qué implica la ausencia tras la pérdida absoluta de un ser amado? ¿Cómo se encuentra a alguien que no conoces de antes, pero, una vez lo encuentras, sabes, realmente sabes, que lo amas? Mediante interrogantes como estas, la autora reflexiona sobre lo infinitamente universal que resultan sus propias experiencias. Invita a una meditación acerca de cómo dejar que las emociones se abran paso en la vida. Hay veces, sugiere Schulz, en las que importa más representar felicidad en el proceso de existir, más que solo verla como una meta por conseguir, fórmula replicada por muchos relatos de diversas tradiciones. Pues esta autora busca contradecir aquello y, en el intento, ofrece un nuevo esquema para enfrentar los sentimientos, especialmente aquellos que nos remueven.
“Y entonces, una soleada tarde de viernes, allí estaba ella en mi puerta con un ramo de flores en la mano. Años más tarde, me regaló un libro del crítico literario Philip Fisher sobre el asombro, en el que describe, entre otras cosas, cómo respondemos a percepciones visuales insólitas y remarcables, desde un arcoíris hasta las grandes obras de arte o una gota de agua bajo el microscopio. Señala que la gente casi siempre sonríe cuando de repente comprende algo nuevo. Ese día, al volver a ver a C. en mi casa, sonreí y seguí sonriendo. Lo que advertí entonces fue que ningún sentimiento de felicidad era desproporcionado respecto del hecho de haberla encontrado. Cogí las flores, las puse sobre la mesa y me metí en el lugar que las flores habían ocupado antes en sus brazos, y allí, en medio del salvaje clamor de lo que sentía, había dos emociones casi contradictorias: que nada en el mundo podía ser más natural; que nada en el mundo podía ser más asombroso”. (140)
Reivindicar el fracaso de nuestras emociones:
una guía queer de lectura
Las olas son las mismas, Ariel Florencia Richards (2016)
Cielo nocturno con heridas de fuego, Ocean Vuong (2016)
Arturo, la estrella más brillante, Reinaldo Arenas (1984)
Autobiografía de rojo, Anne Carson (1998)
Una estela salvaje, Kathryn Schulz (2023)
Eduardo Crosa Astica (Rancagua, 1995) es profesor de Lengua y Literatura. Se ha desempeñado como docente en diversas escuelas, y actualmente trabaja en la Unidad de Currículum y Evaluación del Ministerio de Educación. A inicios del 2025 fue beneficiario de la Beca de Creación Literaria por los Fondos del Libro y la Lectura del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio.