Cuando no podía hablar, un libro me salvó
Cuando tenía un poco más de tres años, me diagnosticaron un trastorno ansioso: mutismo selectivo. No podía hablarle a nadie que no fuera mi madre, mis dos hermanas y mi abuela, a quien, a veces, tampoco le dirigía demasiadas palabras.
Dentro de mi hogar era una niña extrovertida, graciosa, incluso. Capaz de unir dos frases sin el deseo incontrolable de la desaparición. En el colegio, sin embargo, mis habilidades comunicativas simplemente no existían. Si me enfrentaba a una situación en la que tuviera que hablarle a otra persona, el pecho se me apretaba, las manos me comenzaban a sudar y me surgían las ganas instantáneas de llorar. Enfrentaba todo llorando, aún lo hago un poco.
Pronto esto se convirtió en un problema. Una niña de tres años que no podía pedir siquiera permiso para ir al baño. Me hice pipí en la silla porque no podía formular la pregunta, pronunciarla en voz alta.
Mis compañeras, de un colegio solo de mujeres, me identificaron
como la muda hasta la media.
Sus padres, en múltiples ocasiones, me trataron como una extraña, demostrando que ni ellos eran capaces de comprender que esto era un trastorno y no algo que les permitiera rechazarme. Tuve la suerte de tener una madre psicóloga que identificó todo a muy temprana edad, pero el camino no fue fácil ni rápido.
Durante mi infancia y parte de mi adolescencia, asistí a varias consultas de psicólogas y psicólogos. Terapias grupales y conversaciones con directoras del colegio. Todos intentaron ayudarme a superar algo que ni yo entendía muy bien por qué sucedía. Por ejemplo, cuando estaba con un grupo de personas, para mí era muy importante cuantificar cuántas veces había hablado en esa conversación. Si mis intervenciones habían sido menos que la palma de una mano, me preocupaba, empezaba a sudar y pensaba en qué podía decir para que no me identificaran como la rara.
Recuerdo estos momentos, aunque haya sido muy pequeña al inicio, porque el trastorno me acompañó mucho más de lo que hubiese querido y luego se mezcló con timidez. No sabía distinguir entre ambas.
Durante estos años que para mí fueron los peores de mi vida,
los libros fueron los únicos que me brindaron un refugio.
El primer acercamiento que tuve a ellos fue en el colegio, gracias a una profesora que nos sometía a lectura rápida. Competencia de dudosa efectividad, claro está.
Mi escuela era pequeña y la biblioteca aún más. Constaba de una sala chica con dos o tres estantes y unas mesas para que te sentaras a leer. La selección de los libros era austera, pero durante los recreos o los espacios libres, cuando ya no tenía excusas académicas para tomar un libro, iba a esa sala. Las historias que encontraba en ellos me eran imprescindibles para soportar la jornada escolar. Me llevaba un libro por semana y la profesora me recomendaba otro cuando lo iba a devolver. Terminar uno era un placer inexplicable porque me permitía sumergirme en una trama nueva, conocer a otras personas, otras realidades, otras maneras de enfrentarse al mundo. La reina calva fue uno de mis favoritos, porque demostraba que esa mujer diferente podía integrarse en una sociedad que no la quería. Era como yo. En esas mujeres, niños y niñas, encontré personas que sufrían, lloraban, sentían muy intenso. En la lectura, no sentía la presión de articular palabras, nadie me obligaba a hablar y podía estar dentro de mi cabeza sin problemas. Estaba leyendo.
Fueron las historias de ficción, de mundos posibles, las que me permitieron superar mi etapa más dura, y luego darle sentido a casi todos los acontecimientos que me sucedían. Ahora para mí los libros son mucho más, son mi trabajo y mi pasión. Pero cuando tenía tres años y los intentos constantes por ser “normal” me superaban, los libros me dieron un refugio que atesoraré por siempre.
Si yo pudiera cuantificar las veces en las que un libro me salvó,
seguro le ganaría a las tantas otras en que guardé silencio.
Gracias a todos esos mundos posibles, hoy soy quien soy.
Ignacia Godoy Docente PUC y UNAB, MA en Creative Writing (Lancaster University) y estudiante de MA en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada (Universidad de Barcelona). Autora de "La mujer que susurraba a las plantas", con Jocelyn Zavala, y “Cuerpos Invisibles”. Pronto lanzará un libro de cuentos y su primera novela.