Ariana Harwicz: “El imperativo de lo políticamente correcto no ha muerto”

Fotografía por Monika Mogi

“Si no te deja tranquilo Martin Scorsese, ¿quién puede hacerlo en este mundo?”, se pregunta la escritora argentina Ariana Harwicz (1977). Así responde ante la inquietud de por qué la adaptación de su primera novela, la inquietante Mátate, amor, publicada el 2012, no terminara en las manos de Netflix, plataforma que quizo comprar los derechos, y sí en las del autor de Taxi Driver, quien leyó el libro en su club de lectura, le fascinó y decidió producir una película basada en él.

Por Cristóbal Bley

“¿Te imaginás a alguien diciéndole que no al director vivo más grande de Estados Unidos?”, se vuelve a preguntar Harwicz, al teléfono desde Francia, país donde vive hace dieciocho años y en el que ha escrito sus cinco novelas, incluida la primera, publicada inicialmente en editoriales pequeñas —en Chile apareció en Elefante—, reeditada ahora por Anagrama y estrenada como película en el último festival de Cannes.

Harwicz se había resistido a adaptar Matate, amor, rechazando ofertas de varias productoras, hasta que llegó Scorsese junto a MUBI, la directora Lynne Ramsay (Necesitamos hablar de Kevin) y, como protagonistas, dos íconos pop: Jennifer Lawrence y Robert Pattinson. “No podía negarme. Fue como si viniera Balzac a querer ayudarme a escribir una novela y yo le diga ‘no, muchas gracias’”.     

El libro se llama Matate, amor pero la película Die, my love. No es lo mismo desearle a alguien que se muera a decirle que se mate.

Si bien hay un cambio semántico muy importante entre “muere” y “matate”, ya existía en la traducción original de la novela. Encontramos que die, my love era lo mejor porque, como en inglés no existe "matate" en una sola palabra, había que decir "kill yourself" o "drop dead", frases que no sonaban bien. Entonces resignamos la violencia del "matate" en pos de la poética de "die, my love”. Es trágico pero no tan violento.

¿El cine, es de alguna manera, otra traducción de tu obra?

Absolutamente sí. El cine, el teatro, la ópera, son traducciones. Ni más ni menos. ¿Qué diferencia hay de pasar al cine, al teatro o a la novela gráfica, con una traducción al polaco, al turco o al inglés? No veo ninguna. Y también me gustaría participar. Pero a veces no se puede. No te dejan.

¿En este caso pudiste?

No pude. No voy a decir que fue mala suerte, porque es un milagro lo que ha ocurrido: que una novela independiente, argentina, publicada primero en editoriales muy pequeñas (con Anagrama recién se publicó este año), llegue a Hollywood con un productor como Scorsese. Sí me hubiese gustado formar parte, pero no ocurrió. No es que no les interesé; ni siquiera me quisieron conocer. Por ahí pensaban que iba a ser una pesada o que no sería interesante hablar conmigo. Por supuesto, se equivocaron.

Dijiste que los derechos te los había querido comprar Netflix pero no quisiste porque te dio miedo de que hicieran "un panfleto feminista”.

Me parece que el riesgo de las plataformas y sus series es caer en la tentación de la ideología. Agarrar novelas que tienen una cierta complejidad, una cierta sutileza, que son ambiguas, porque lo que yo escribo creo que es bastante ambiguo, y borrar esa ambigüedad para hacerla entrar en una lógica de serie, que te puede dar mucha visibilidad pero no tiene ningún interés… Esperé bastante, habían otras propuestas, y tuve suerte de que llegara esta. 

¿Sientes que hoy mismo hay mucho panfleto en el arte, en la literatura actual?

No es algo nuevo que el arte se use para vehiculizar discursos políticos, pero hoy en día está exacerbado, por internet sobre todo. Antes también ocurría, pero ahora es instantáneo.

¿Eso se vincula con el concepto de "literatura del márketing” que usaste en tu libro El ruido de una época?

El ruido de una época está absolutamente ligado a todo lo que voy pensando y observando. Fue como poner una silla en un lugar privilegiado y poder observar esta época, en festivales de cine o literarios, a ver qué sucede con la política, la ideología y la obra. Veo, desde hace mucho tiempo, diez o quince años, pero ahora está en su peak más alto, esta especie de estafa, donde hay películas que no son buenas pero, como el discurso que vehiculizan es conveniente a determinado festival, consiguen llegar y exhibirse. Y el artista es consciente de eso, entonces abusa de la operación. En fin, siempre la relación del arte, la política y el poder ha sido un problema pero, la forma de resolverlo de hoy me parece muy burda. 

Con el auge de la ultraderecha, ¿ese imperativo por la corrección política se desvaneció?

Diría que sí y que no. No es que ese imperativo de lo políticamente correcto se haya deshilvanado; todavía, para mí, no se ha muerto del todo. Me llama la atención la docilidad con la que la mayoría de los artistas, incluso los que conozco, se han plegado a la consigna de lo políticamente correcto. Hay mucho miedo a la muerte social, ¿no? Ahora, si dices una obviedad pero te sales un poquito del registro de lo que se espera, o de lo que dice la mayoría, te dicen: "¡pero qué valiente!".

La vara de la valentía está muy baja. Y me impresiona ver el comportamiento de mis contemporáneos, que sé que quedará en la historia. En 25 o 50 años más, cuando se estudie el comportamiento de los artistas de hoy, se verá qué pasó sociológicamente para que todos piensen tan parecido.

¿Eso se traduce también a la calidad del arte o la literatura?

Hay un impacto. Uno podría pensar que esa especie de sumisión, como dice Houllebecq, de flojera, cobardía o miedo, no se traduce a las obras, y que después estas son absolutamente subversivas. Pero no es así. Esa especie de acomodamiento para no ser señalado o cancelado impacta en la obra. En el cine lo veo más patente todavía que en la literatura, porque ya se sabe cuáles son los tópicos que gustan, que hacen entrar en festivales, los que van a ser aceptados para que no te tilden de racista o de islamofóbica. Es un arte con discursos programados, y en la literatura también pasa. Debe haber libros excepcionales, pero la mayoría obedece mucho a lo que esta época permite publicar.

En el mismo libro dices también que hoy "se lee muy mal porque se lee desde la identidad". ¿Cómo se leería bien, entonces?

No podría proclamar o pregonar una lectura buena y una mala, o una correcta y otra incorrecta, pero me parece que desde hace tiempo existe una tendencia a leer los libros, actuales o antiguos, desde la posibilidad de la identificación. Es decir, desde la identidad. Por eso, se querían reescribir los libros donde las personas de color negro hacían de esclavos o de servidumbre, o se quería pensar que un traductor que no es gay o no es trans no puede traducir la obra escrita por un gay o un trans. Esa especie de obsesión por la identidad es casi patológica. Como si solamente una persona que fue gaseada en las cámaras de Auschwitz o Buchenwald puede traducir un libro sobre el tema. O alguien tiene que ir a los gulags para traducir a Varlam Shalámov. Se introdujo esa idea de la identidad de género, la antorcha de esta época, que no creo que sea útil en nada para el arte. Hay autores no binarios a quienes solamente les hablan sobre su no binariedad. Y aunque digan "no, pero yo quiero hablar de mi libro", eso no importa; lo que importa es que vos sos no binario. La mayoría de las mujeres autoras del siglo XX en Francia fueron bisexuales, porque el arte está muy relacionado con la libertad sexual, y nunca se habló con esa obsesión respecto a su identidad. Hay morbo pero no respeto por la obra. Es simplemente un voyerismo.

La categorización aplasta a la ambigüedad.

No sé si a vos te pasa igual, pero en el arte y en la vida es mil veces más interesante la ambigüedad. Como la que construían Proust o Visconti, con sus personajes afeminados pero también masculinos, en los que no podés detectar dónde está el límite, porque, por ahí, en una sonrisa hay algo femenino pero en una mirada hay algo muy viril. El ser humano es profundamente bisexual. Pero al volverlo caricatura y grotesco en el arte, se convierte en un cliché. Nos encerramos en categorías. Eso le sirve al mercado, pero para el ser humano es muy angustiante.

¿Eso te vuelve una nostálgica de otra época, la como primera mitad del siglo XX, más rupturista y vanguardista?

Yo diría que sí, pero a la vez soy consciente de que todos los artistas han considerado que su época estaba en decadencia y había que cambiarla. Todos decían: "hay qué fatal esta época, los valores están corrompidos, es un tiempo malísimo que hay que revolucionar". En Viena, en los años veinte, se quejaban también, pero ahora puedo ver esos años como algo glorioso. Pero sí, soy nostálgica. Esa ambigüedad profunda del ser humano, que estaba presente en buena parte del arte de entonces, hoy en día se trata de aplastar. Hay productos para trans, productos para no binarios. Porque incluso lo no binario, que debería ser ambiguo, se transforma en una categoría cerrada. Estamos atrapados. Eso nos genera ansiedad y angustia, no nos libera.

Hablando de tus lecturas, ¿qué rol juegan a la hora de escribir? ¿Cómo influye lo que has leído en tu escritura?

No hago una distinción muy grande entre leer, mirar un cuadro, ver una película o escuchar una sinfonía. Obviamente que las hay, pero lo que trato
es de aprender de las operaciones artísticas. Qué operación perceptual hace
un poeta, o un pintor o un filósofo, y aprender de ellas.

Trato de ver cómo se desarma y rearma la realidad en el arte, de qué manera se reestructura. Identificar cómo hicieron algunos para romper la red conceptual con la que miramos algo y verlo siempre de otro modo. Lo que el artista tiene que hacer siempre es mirar la cosa como no la mira nadie. Encontrar esos ángulos muertos. Esa operación la trato de absorber de todos lados.

Cuando escribes, ¿lees? ¿O suprimes la influencia de la literatura externa cuando estás sumida en la escritura?

Nunca ocurre esa suspensión de la influencia. Uno piensa que porque no va a estar con un libro abierto en ese instante la influencia directa no está. Es mentira: tu cabeza está absolutamente transformada por los cuadros que viste, la música que escuchaste o los libros que leíste. Quizá no esté con el libro abierto al momento de escribir, pero sigue funcionando la influencia en la cabeza. Durante la escritura me influye más la música, o los documentales. Me gusta mucho el cine que se parece al documental, como el de Herzog. Ese cine con actores no profesionales, con una estética que podría ser documental: eso lo veo bastante al escribir.

¿Por qué?

Porque escribo como si hiciese documentales. Ahora estoy escribiendo un cuento, y siento que estoy de algún modo grabando un documental. Es raro, pero tengo esa sensación de cruce, como si estuviese en medio de un documental. Lo que leo mucho al escribir, muchísimo, son historias de crímenes. Me gusta ver cómo se comporta el ser humano ordinario frente a algo extraordinario. El vecino de alguien que acaba de matar a su hijo o familia. Qué hace. Trato de observarlos para después escribirlo.

¿Es en esos momentos de crisis donde surge la verdadera personalidad de las personas?

Por un lado, creo que sí. De qué somos capaces, qué hacemos cuando sucede algo extraordinario. Cuál es nuestro impulso. Y por otro lado, ahí se manifiesta toda la contradicción del ser humano. Toda la cobardía pero también toda la valentía, como si la ambigüedad de la que hablábamos antes de manifestara mucho más. Sin condicionamientos morales ni nada; es un momento donde se refleja una cierta verdad. O cuando el ser humano está solo, y no es observado por nadie. Ahora estamos acostumbrados, y eso lo saben más los ladrones y los famosos, a vivir con cámaras. Desde las de seguridad, en la calle, hasta las de los teléfonos. Siempre hay alguien que te va a filmar haciendo algo. ¿Pero qué hace el ser humano cuando no es observado, en medio de la noche, en un pueblo, dentro de cuatro paredes? Eso me interesa mucho. Hay algo que no está domesticado ahí.


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