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“Si no te deja tranquilo Martin Scorsese, ¿quién puede hacerlo en este mundo?”, se pregunta la escritora argentina Ariana Harwicz (1977). Así responde ante la inquietud de por qué la adaptación de su primera novela, la inquietante Matate, amor, publicada el 2012, no terminara en las manos de Netflix, plataforma que quizo comprar los derechos, y sí en las del autor de Taxi Driver, quien leyó el libro en su club de lectura, le fascinó y decidió producir una película basada en él.
Hay algo hipnótico en los robos de arte. Aunque sabemos que detrás de ellos se mueven redes de dinero y millonarios ambiciosos, seguimos sintiendo fascinación cuando una obra desaparece de un museo. Tal vez sea porque esas piezas —elevadas por la sociedad al rango de tesoros intocables— representan algo más que su valor económico: son símbolos de belleza, historia y memoria compartida. Cuando alguien logra sustraerlas, desafía no solo a la ley, sino a una jerarquía cultural que decide qué merece ser protegido y qué no.
Leer es la actividad con la que culmino la mayoría de mis días. Tengo en el dormitorio una repisa con los libros que quiero leer en el corto plazo, un criterio solicitado por mi pareja, luego de que la repisa colapsara por el exceso de títulos. Veo la veintena de publicaciones ordenadas; la mayoría acompañarán mi latencia, y los desvelos ya controlados, pero que a veces se activan por un maullido de mi gata engrifada, o un grito que llega a mis oídos desde la calle, no logro ver ni reconocer desde dónde.