¿Lector o posero? Ideas sobre la lectura performativa

 

En las últimas semanas me han llegado y aparecido muchos artículos o posteos que hablan de la “lectura performativa” —performative reading—, un nuevo concepto, como si faltaran más, que define a quienes andan con libros en público pero no necesariamente para leerlos, sino más bien para mostrar que los están leyendo.

¿Por qué, sino por pura pose intelectual, es que alguien hoy se sometería, en un vagón del metro o en un café, a las silenciosas y monocromáticas páginas de un libro en vez de entregarse, como una persona normal, al infinito caudal audiovisual de las redes sociales, que no exige concentración ni connotación pero, en cambio, ofrece un placer inmediato, tan estimulante como olvidable?

Apenas los libros se hicieron más baratos y compactos —a fines del XIX pero especialmente a partir de 1935, con la fundación de Penguin Books en Inglaterra— la gente aprovechó de leerlos en lugares públicos. Unos pocos, quizá, para exhibir sus sofisticados gustos, pero la mayoría simplemente para ganar, entre las letras de un buen libro, el tiempo que entonces se perdía en salas de espera, viajes en tren, filas bancarias o una ociosa tarde dominical.  

Antes, hace setenta, treinta y ocho o dieciséis años, a casi nadie se le habría ocurrido considerar como posero —mucho menos “performático”— a alguien que, en la calle o una micro, destinaba su atención a una novela o un ensayo.

Leer era leer, sentado junto a la multitud en una plaza o en la soledad del baño, un disfrute que no siempre fue universal —en 1952, una de cada cuatro personas en Chile era analfabeta— pero que tampoco levantaba mayores sospechas.

Ahora, ante la vigilancia social que ejercen los teléfonos, quienes osen abrir un libro fuera de sus casas corren el riesgo, mínimo pero real, de ser grabados, fotografiados, subidos a TikTok y acusados de excéntricos.

¿Cómo es posible que ese hombre joven, con adidas Samba
y bíceps marcados, esté leyendo —o intentando leer— una novela de Faulkner? ¿De verdad no tiene mensajes que responder en Instagram?
Y esa mujer de antebrazos tatuados y pantalones acampanados, ¿a quién quiere engañar con Los orígenes del totalitarismo en sus manos?

Quizá se sospecha de ellos porque nosotros mismos, de maneras más sutiles, también hacemos performance de consumo cultural: en ese párrafo inteligente que compartimos en las stories, en las fotos que filtramos de nuestras repisas o veladores, en los libros o películas que reseñamos (y también las que no) en Goodreads o Letterboxd. Las redes sociales nos invitaron a crear un personaje, nosotros accedimos encantados y, en esa construcción, la literatura, tanto para quienes realmente leen como para quienes solo lo simulan, funciona como un confiable bastón identitario. 

“Existe una presión agotadora por no disfrutar simplemente de la literatura, sino que además señalar algo a través de ella: gusto, intelecto, un lineamiento moral y sensibilidad estética”, escribió hace poco Alina Demopoulos en The Guardian.

“El límite entre un interés auténtico y una actitud performática
se vuelve cada vez más borroso, dejándonos en la inseguridad
de si estamos leyendo para nosotros o para el algoritmo”.   

Es cierto que los índices de lectura literaria, como lo mencionamos acá, han descendido como meteoritos en los países desarrollados. Y que por eso hay algunos, como el escritor Kern Carter, que creen que la lectura performativa es tan real como dañina, pues la gente, cuando leer se degrada a una pose estética, “deja de interesarse en la naturaleza transformadora de la lectura” y, en cambio, “solo quiere aprovecharse de la atención” que esa imagen provee.

Leer libros, en público o en privado, se volvió algo curioso, un esfuerzo de resistencia contra la tentación del celular, y por eso llama la atención de quienes buscan llamar la atención. Y seamos sinceros: el aire de superioridad que nos llena el pecho cuando sacamos el libro de la mochila y nos ponemos a leerlo entre docenas de pantallas en el metro no es una performance: es genuino, también ridículo, pero se siente muy bien.

 

 

Cristóbal Bley (Santiago, 1986) es periodista y ha escrito en medios como PANIKO.cl, Revista Viernes, La Tercera y Revista Santiago. Vive en Recreo, Viña del Mar.

 
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