Lectura electrónica: lo que gané y lo que perdí cuando adquirí una Kindle
Crecí en una casa de personas lectoras pero de pocos libros. Supongo que siempre tuve la noción de que eran caros, y de que no había espacio para ellos. Para poder estar cerca de los libros, me inscribí a los 6 años en la biblioteca del colegio, a los 13 en Bibliometro. A los 19 en la Biblioteca de Santiago, y a los 20 en la Biblioteca Nacional. El acceso al mundo de la lectura ya estaba logrado, pero quería tenerlos, una casa del futuro de paredes cubiertas de libros, una selección a partir de la cual se pudiera interpretar mi identidad.
Cuando no podía hablar, un libro me salvó
Cuando tenía un poco más de tres años, me diagnosticaron un trastorno ansioso: mutismo selectivo. No podía hablarle a nadie que no fuera mi madre, mis dos hermanas y mi abuela, a quien, a veces, tampoco le dirigía demasiadas palabras.
Reivindicar el fracaso de nuestras emociones: una guía queer de lectura
Un pequeño escenario: recreo en el colegio. Tocan el timbre y llega ese instante en el que varios grupos intercambian miradas porque saben lo qué harán, como la previa a empezar una coreografía.
¿Por qué leemos lo que leemos?
Por un camino imperceptible llegan libros a mis manos, ruegan ser leídos. Algunos quedan ahí como migajas olvidadas. Una adicción a comprar más libros de los que puedo leer, me empuja.
Mi personaje de papel: Valentina Reyes
IFemelu es una mujer nigeriana joven, cuya historia narrada en la novela Americanah, de Chimamanda Ngozi Adichie me impactó en distintos niveles.
En contra (y a favor) de los bestsellers
Nunca me gustaron los bestsellers. Hay algo en la manera en que son escritos que no me convence. Mucha cursilería, mucho recurso fácil, mucho blablá y poco sustento. La forma como simplifican fenómenos complejos –desde el amor, pasando por la violencia, las familias, la salud mental– me estresa.